viernes, 19 de octubre de 2012

MANUEL ELKIN PATARROLLO




Manuel Elkin Patarroyo Trabajando por un mundo mejor

Por: Milena Clavijo

Brillante médico e inmunólogo, este generoso tolimense ha dedicado su vida entera a la investigación persiguiendo su sueño de hacer vacunas sintéticas para erradicar la malaria. Mientras lo consigue, su perseverancia y sus avances traspasan las fronteras y son reconocidos en el ámbito científico mundial.
Manuel Elkin Patarroyo Trabajando por un mundo mejor - Revista volar
Manuel Elkin Patarroyo Trabajando por un mundo mejor
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Todo empezó a los ocho años, cuando Manuel Elkin Patarroyo y su familia, desplazados por la violencia que azotaba al país, debieron trasladarse desde Ataco, su pueblo al sur del Tolima, al municipio de Girardot, en Cundinamarca, más precisamente a la primera planta de un hotel pequeño cercano a la estación del ferrocarril. Allí, la vida de este muchacho desaplicado para los estudios, que hasta entonces se la pasaba montando en burro, nadando en las quebradas y jugando con caucheras, sufrió un choque profundo pues ya no podía salir a divertirse en medio de la naturaleza, como solía hacerlo.
“Mi padre, viendo que yo era un huracán con patas, para mantenerme quieto y de paso regalarme un sueño, me dio un cómic sobre la vida de Luis Pasteur, titulado “Descubridor de vacunas, benefactor de la humanidad”, y a mí me gustó tanto lo que leí que decidí que eso era lo que quería hacer. Y nunca cambié de opinión”, relata este médico e inmunólogo colombiano, célebre por haber conducido la experimentación que llevó a formular, producir y aplicar la primera vacuna sintética contra la malaria en el mundo, y quien por sus aportes científicos ha recibido multitud de premios y reconocimientos nacionales e internacionales, entre ellos el Premio Robert Koch, el Premio Príncipe de Asturias y la medalla de Edimburgo, además de haber sido postulado tres veces al Nobel, dos veces en química y una en medicina.

Regalos que marcaron elcamino

Sorprendido al ver el interés que el cuento había despertado en su hijo, el padre le consiguió entonces otra historieta titulada “Robert Koch y su lucha contra la tuberculosis”, al que siguieron “Armauer Hansen y su lucha contra la lepra” y “Ronald Ross, y su batalla contra la malaria”, en cuya portada aparecía un mosquito picando a un individuo sudoroso y delirante. “Esto demuestra que ni siquiera cambié de enfermedades. Desde los ocho años supe que lo que quería hacer era luchar contra esos mismos problemas, ser científico y desarrollar vacunas. Nunca hubo nada distinto”, matiza. Dado que en Girardot ya no podía andar por ahí cogiendo huevos de los nidos, o tumbando mangos, decidió volverse buen alumno. “Llegué a ser el mejor estudiante de Cundinamarca. Ahí ya me picó el bicho del conocimiento. Siempre orientado hacia las ciencias, sacaba las mejores notas en biología, anatomía y esas áreas”.
Hacia los doce años, su padre acertó nuevamente al regalarle un libro de química. “Con ese libro me di cuenta de que yo era extraordinariamente visual, me grababa ipso facto las fórmulas”. Y precisamente esa sensación de que la química y él hacían buena pareja, fue la que lo llevó a pensar que las vacunas se podían producir químicamente.

Grandes influencias

Si bien sus padres tuvieron una influencia enorme desde el punto de vista de aptitudes, valores y sueños, quien se encargó de orientarlos fue Manuel José Gaitán, brillante médico gastroenterólogo de unos setenta años que había estudiado en Alemania y en Francia, hermano de Jorge Eliécer Gaitán, el inmolado político colombiano. “Él llegaba a almorzar y a cenar al restaurante del hotel. En esas ocasiones hablaba con mi papá y se fue convirtiendo en parte integral de la familia, nos acompañaba siempre”. Después de las historietas de ciencia, el resto de las lecturas que hizo fueron inducidas por este personaje, que le pasaba las revistas de las casas farmacéuticas, en las que los laboratorios anunciaban sus productos y los últimos avances.
Familiarizado y fascinado con ese mundo, la Universidad Nacional lo esperaba para estudiar medicina, y empezar su brillante recorrido por el mundo científico, en el que han abundado los obstáculos, que siempre ha sabido superar. “Tuve unos padres muy sabios y bondadosos, ellos eran gente de provincia. No eran ilustrados, ni estudiados en universidades, pero entendieron que lo importante era darles a sus hijos seguridad, esa que proporciona el afecto, el cariño. Y fuera de eso, principios, valores —que conllevan una serie de actitudes—, y sobre todo, sueños”.

Redes de contactos

Teniendo muy claro lo que quería, desde el primer semestre de la carrera pidió cupo en el laboratorio. “Tuve la fortuna de haber ido muy joven a Rockefeller University, a hacer investigación. Comencé en el primer semestre con genética, en el segundo pasé a endocrinología y en el tercero, un profesor llamado Mario Ruiz, que dictaba Fisiología, y a quien no vi sino una sola vez, me dijo, “Usted es un pelado muy inquieto, ¿qué es lo que quiere hacer?”. “Vacunas”, respondí.
Este profesor, a quien Patarroyo asegura deberle tanto, le presentó al científico norteamericano descubridor del virus que causa la fiebre hemorrágica boliviana, hermano del virus del ébola. “Se trataba de Ronald Mackenzie, a quien yo ya conocía por algunas lecturas y quien se convertiría en otro de mis héroes, pues agarró a un mocoso arrogante de 19 años y lo forjó”, recuerda. Y es que el joven estudiante le dijo al científico consagrado que quería hacer vacunas, pero no como las que él había hecho. “Imagínese la imprudencia. Él, de una nobleza muy grande, no me sacó a patadas, sino que me dijo: ‘Pues yo no sé si eso se puede hacer, pero mientras tanto, venga le enseño cómo se hacen en la forma clásica’”.
Patarroyo dejó prácticamente de ir a clases, porque prefería estar en el laboratorio haciendo investigación hasta las nueve o diez de la noche y a veces, incluso, pernoctaba allí para poder llevar a cabo los experimentos en condiciones estrictas. “Una vez Mackenzie, que era profesor de Yale en comisión en América, tenía que irse para Villavicencio con el presidente de la Fundación Rockefeller y los carros llegaron a las cuatro de la mañana al laboratorio. Me encontraron en pijama haciendo los experimentos y registrando los datos. Quedaron muy sorprendidos y admirados con mi dedicación, y siempre tuve abiertas las puertas de la Rockefeller Foundation y la Rockefeller University de allí en adelante”.